Una sonrisa sin parar

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Rabino Shalom Arush

Posteado en 21.12.21

Mi historia empieza hace aproximadamente cinco años. Por esa época yo era un miembro del personal directivo del consejo municipal en una ciudad del norte del país. Estaba casado y tenía tres hijos. Vivíamos en una finca muy lujosa en las afueras de la ciudad. La hipoteca que pagábamos era muy alta, pero no teníamos problema con eso porque yo tenía un muy buen sueldo y además tenía otros ingresos adicionales. Mi mujer criaba a los niños con tranquilidad y todo iba sobre ruedas.

Un día llegó al trabajo un nuevo gerente que empezó a acosarme a pesar de que yo era excelente en mi trabajo. Traté de congraciarme con él, pero no lo logré, así que empecé a evitarlo. Eso tampoco sirvió de nada. El gerente decidió que yo no era apto para el trabajo. Entonces me dirigí a su superior, pero eso tampoco me sirvió de nada. El superior sabía que yo era un excelente empleado, pero prefirió respaldar al gerente que acababa de designar.

Sentí que se me había hecho una injusticia. Oré ante Hashem; fui a los tzadikim para tratar de mitigar el mal decreto, pero todo seguía igual. A los dos meses me echaron del trabajo. Me pagaron indemnización y me fui. A los treinta años de pronto no tenía sueldo. Mi esposa estaba embarazada de nuestro cuarto hijo y no podía ayudarme con los ingresos.

Decidimos reducir los gastos, pero el principal problema era la hipoteca tan alta que teníamos. A los del banco no puedes irles con historias. Ellos solamente entienden de números. Fui a la oficina de empleos a considerar propuestas de trabajo y a anotarme para recibir el subsidio de desempleo. Las propuestas eran malísimas y no las voy a mencionar por respeto a todos aquellos que trabajan en los distintos oficios, pero díganme la verdad: ¿cómo alguien que ocupaba un puesto directivo va a aceptar un trabajo de tan bajo nivel?

Después de varios meses, empecé a buscar trabajo en serio. Busqué en los anuncios de los periódicos del fin de semana cualquier trabajo que pudiera ser bueno para mí, mas en vano. Todos preferían gente más joven. Mientras tanto, nació nuestra hija. Y debido a la situación financiera que iba de mal en peor, lo que más alegría me dio fue que no tenía que pagar los gastos de la ceremonia de la circuncisión. ¡Alegría de pobres!

El subsidio de desempleo estaba lejos de cubrir nuestros gastos, por no decir nada de la hipoteca. Les pedí prestado dinero a mis padres y después, a mi hermano. Ya empezamos a hablar de vender la casa y comprar un departamento pequeño, lo cual le causaba mucha pena a mi esposa, pero no teníamos otra opción. Pero lo peor de todo era que yo había perdido toda mi autoestima. Después de un año entero recibiendo el subsidio, me sentía un inútil. Me levantaba muy tarde a la mañana y lo que me quedaba de la mañana lo desperdiciaba buscando desesperadamente avisos en la sección de empleos del periódico. A veces me daba vergüenza quedarme en casa y me iba a algún bar a leer los avisos. Los que me conocían me miraban con lástima: yo, que había ocupado un puesto directivo en la municipalidad, en un año me había vuelto un pobre tipo que revuelve la cucharita de azúcar en el café a las altas horas de la mañana en vez de mover montañas para conseguir un nuevo trabajo. Trataba de sonreírle a la gente que conocía pero la sonrisa me salía torcida. Después traté de escaparme de la mirada de la gente así que empecé a ir a un bar más alejado y yo, cada vez peor.

Traté de fortalecerme espiritualmente y entonces leí el libro En el Jardín de la Fe, que me dio mucha fuerza para aguantar pero cada vez la amarga realidad me daba una bofetada en el rostro, porque de hecho ya había pasado un año entero y todavía estaba en las mismas. Estaba a punto de vender la casa en la que tanto había invertido y la relación con mi esposa se puso terrible. Ya me veía a mí mismo viviendo solo, sin mi esposa ni mis hijos. Estos sentían la crisis, lo cual se reflejaba en su estado de ánimo. Traté de mantenerme fuerte por ellos, pero no lo logré. Ese sentimiento de que soy un fracasado y que no valgo nada se apoderó de mí casi completamente.

Por supuesto que no estaba triste todo el tiempo, porque así no se puede vivir. A veces me sentía un poco más alegre. La beba me hacía sonreír a veces y alguna que otra cosa me daba alegría.

Empecé a advertir un fenómeno muy interesante: cada vez que estaba alegre, sea por lo que fuere, incluso por la sonrisa de un niño, por algún chiste o por alguna canción que me gustaba, sentía que se me expandía el cerebro, que yo funcionaba mejor. Precisamente en la situación tan ignominiosa y desesperada que me encontraba, valoraba cada pequeña chispa de vida. Incluso si iba rápidamente a arrojar la bolsa de la basura sentía que había hecho un tremendo logro. Y viceversa: cada vez que la amarga realidad me dominaba y hacía que me sumiera en la depresión y sintiera deseos de escaparme a la cama, sentía que estaba completamente perdido y que nunca iba a poder salir del pozo.

Precisamente en esa situación tan difícil empecé a advertir los altibajos anímicos, hasta que finalmente entendí algo muy simple: que la tristeza es la muerte y la alegría es la vida. No importa por qué uno está triste. No importa por qué uno está alegre. El solo hecho de estar triste contrae el alma hasta que esta alcanza literalmente el estado de muerte. Y viceversa: el solo hecho de estar alegre hace que la persona actúe y salga del pozo.

Me había vuelto perfectamente consciente de la tristeza y de sus efectos, y de la alegría y de sus efectos. Y al poco tiempo, cuando ya estábamos a punto de vender la casa, tomé una decisión muy simple: ¡tenía que estar alegre a toda costa! No importa lo que pase. No importa si tengo éxito o no. Mi objetivo de vida es estar alegre. Solamente estar alegre, como enseña Rabí Najman de Breslev. Decidí dejar de buscar el éxito y empezar a buscar la alegría. Decidir que la alegría era mi único objetivo en la vida.

Empecé a escuchar música que me gusta. Y cuando mi esposa y los niños no estaban en casa, bailaba yo solo. No me importaba que pudiera parecer raro. ¡Lo único que me importaba era que me causaba alegría! Me di cuenta de que los chistes buenos me levantaban el ánimo. Busqué listas de chistes limpios. Mi esposa notó el cambio y se alegró pero ella no lograba entender de qué me alegraba tanto, siendo que estábamos por vender la casa para pagar las deudas.

“¿De qué te alegras?”, preguntó ella.

“¡Solamente hay que estar alegres!”, le respondí. “No me importa lo que pasó ni lo que va a pasar. He tomado la decisión de dejar de estar triste”.

“¡Pero dentro de unos días nos vamos a quedar en la calle! ¿Eso no te preocupa?”.

“No importa. Con el dinero que nos quede después de pagar las deudas vamos a poder comprar una linda tienda. Siempre soñé con vivir en una tienda, como un beduino. La hipoteca y el impuesto a la propiedad de las tiendas son bajísimos…”.

Ella me miró con ojos de lástima pero cuando vio que yo realmente estaba contento, ella también sonrió. Un día vino a visitarme un amigo muy bueno que tengo y que cada tanto venía a consolarme por la situación en la que estaba. Todos los otros amigos se habían borrado del mapa. Resulta que este amigo se sorprendió mucho al verme de buen humor, porque en vez de lamentarme por la situación, empecé a plantearle todo tipo de ideas que se me habían ocurrido respecto a lo que podía hacer en la vida. Y entonces le dije: “¿Qué te parece si empiezo a publicar un semanario de noticias local?”.

Mi amigo se rió a carcajadas: “¡Y yo que pensé que estabas contento así, naturalmente! ¡No me dijiste que habías bebido unas cuantas copas…!”.

“¡No es ninguna broma! Yo tengo mucha experiencia en redacción y edición”.

“¿Pero entiendes de lo que estás hablando?”, alzó la voz mi amigo al darse cuenta de que yo estaba hablando en serio. “No se trata solamente de escribir. Estás hablando de todo un sistema ramificado de publicidad y contaduría, de todo un equipo de empleados…”.

“¡No te olvides de que yo ocupé un puesto directivo en la municipalidad!”.

“Sí, pero hace ya un año que estás sin hacer nada. Estás destruido. Más que director, yo te pondría a repartir periódicos por la calle…”.

No me afectaron sus palabras. Yo me puse a pensar en la idea con total seriedad. A decir verdad, mi esposa también se asustó con la idea, pero cuando vio que yo estaba tan contento, me dio luz verde para seguir indagando el tema. Hubo otros amigos que trataron de disuadirme de la idea: “Ya hubo muchos que trataron de hacer lo mismo acá en esta zona y nadie tuvo éxito. ¿Para qué ir a lo grande? Baja la cabeza, recupérate de la crisis que tuviste y tal vez cuando ya estés bien parado vas a poder pensar en algo de esas proporciones…”.

Nadie logró sacarme la idea de la cabeza. En virtud de alegría que tanto me esforcé por tener, empezaron a surgirme ideas en la cabeza y empecé a moverme en esa dirección. Recordé que desde siempre ese había sido mi sueño y precisamente en el punto culminante de la crisis empecé a tratar de hacerlo realidad. Comencé a trabajar en casa. Conseguí dos periodistas excelentes y una especialista en edición, una empleada y una diseñadora gráfica con mucha experiencia en el campo y empezamos.

No los voy a agobiar con demasiadas descripciones. Solamente les voy a decir que el primer ejemplar tuvo un éxito contundente. Un año después, ya teníamos cuarenta empleados y el periódico se distribuía por todo el norte del país. Hoy por hoy no tengo un momento de descanso. Y cuando me preguntan cuál es el secreto de mi éxito, yo sonrío y les respondo:

“¿Que cuál es el secreto? ¡Una sonrisa sin parar!”.

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1. Breslev Israel

1/05/2022

La alegria y la emuna exigen una lucha diaria! Muchos saludos y fuerza!

2. Andrea rodz

1/04/2022

Muy interesante artículo. La Fe de este hombre le permitió sonreír
La alegria le brindó nuevas ideas, creativas para salir adelante
Me cuesta trabajo ser alegre. Trato de sonreír y a pesar de que todo está bien…a veces me deprimo pero le pido a Dios ayuda, fuerza y agradezco por cada cosa.

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