Un Pesaj Como el Pez Globo

Al final yo no sé qué es más difícil, si sacar el jametz antes de Pesaj o limpiar las migas de matzá después de la festividad…

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Judi Rimon

Posteado en 05.04.21

Al final yo no sé qué es más difícil, si sacar el jametz antes de Pesaj o limpiar las migas de matzá después de la festividad
 

 

Un Pesaj como el pez globo

 
Al final yo no sé qué es más difícil, si sacar el jametz antes de Pesaj o limpiar las migas de matzá después de la festividad. Me acabo de resignar y ahora mismo estoy escribiendo entre restos de matzá desparramada por el suelo como hormigas en huelga. Es que apenas me di cuenta de que no tenía sentido intentar esquivar mi destino, dejé el escobillón y me senté a aclarar mis ideas de la manera que mejor me resulta: imaginando que tengo un blog en donde hay gente que malgasta tres minutos leyendo lo que escribo.
 
Desde antes de Pesaj ya tenía en la cabeza el título del artículo que quería escribir: “Cómo es que fui a una clase de salsa y terminé a las doce de la noche en una camioneta rodeada de cuatrocientas veinticinco bolsas de supermercado, tres amigas riéndose de mí y una torta de cumpleaños en la mano”, pero me estoy defraudando a mí misma porque ni siquiera el título que leyeron es legítimo, sino que los engañé hasta este mismo instante para no deprimirlos con el título que debería haber sido: “Este Pesaj lo Pasé Horrible”.
 
Pero vayamos por partes: En general, Pesaj me gusta. Para una obsesiva de la limpieza como yo es la oportunidad perfecta para liberar sin culpa los demonios sin que nadie la considere la chiflada que friega paredes. Y cuando llega la fiesta una se siente tan liviana y tan limpia que acontece un verdadero renacimiento. Por supuesto que en mi historia hubo de todo: por ejemplo mi primer “Pesaj kasher” fue revelador y pude ver la partición del mar frente a mis propios ojos, pero otro año di a luz dos días antes de Leil HaSeder y me quedé dormida en Halel. No voy a seguir porque todos tienen su propia experiencia: en Pesaj Hashem nos saca de Egipto y para algunos la salida es dulce y para otros, bueno, para otros es como fue para mí este año.
 
Amarga como el jazeret. Y aquí tendría que detenerme, saludar y retirarme, pero ya me conocen: no me puedo contener, tengo que contárselo, así que voy a explayarme: cuando digo que Pesaj fue amargo como el jazeret, no me refiero al de la keará, sino al de las paperas (“paperas” en hebreo también se dice jazeret) que me dejaron tiritando, hinchada y asustada con treinta y nueve grados de fiebre mientras terminaba de cambiar la cocina sintiendo que me desmayaba antes de llegar a la frontera de Egipto.
 
No sé si alguna vez voy a descubrir por qué este año me tocó pasar la fiesta con una enfermedad infantil que me convirtió en un pez globo; no sé por qué me tocó arrastrarme hasta la mesa del Seder para obligar a mis mandíbulas a triturar la medida mínima de matzá. Podría elaborar superficialmente algunas teorías para que no me tilden de perezosa: quizá fue la mejor forma de liberarme de mi tendencia perfeccionista, porque de todas las maneras posibles, este Pesaj no fue perfecto. Quizá fue la liberación de una cuota de autosuficiencia, porque si algo sí tuve que aceptar, fue ayuda. O quizá fue una manera de liberar a mi familia de mi comida y darles la oportunidad de disfrutar de las delicias que me cocinaron mis amigas.
 
Pero a esta altura, a pesar de que no puedo entender la incoherencia de haber estado leudada en el momento menos propicio, y de que fue de una manera que yo no habría elegido, no puedo dejar de pensar que lo que pasó fue simplemente que HaShem me estaba sacando de Egipto.
  
 
     

Al final yo no sé qué es más difícil, si sacar el jametz antes de Pesaj o limpiar las migas de matzá después de la festividad

 

 

Un Pesaj como el pez globo

 

Al final yo no sé qué es más difícil, si sacar el jametz antes de Pesaj o limpiar las migas de matzá después de la festividad. Me acabo de resignar y ahora mismo estoy escribiendo entre restos de matzá desparramada por el suelo como hormigas en huelga. Es que apenas me di cuenta de que no tenía sentido intentar esquivar mi destino, dejé el escobillón y me senté a aclarar mis ideas de la manera que mejor me resulta: imaginando que tengo un blog en donde hay gente que malgasta tres minutos leyendo lo que escribo.

 

Desde antes de Pesaj ya tenía en la cabeza el título del artículo que quería escribir: “Cómo es que fui a una clase de salsa y terminé a las doce de la noche en una camioneta rodeada de cuatrocientas veinticinco bolsas de supermercado, tres amigas riéndose de mí y una torta de cumpleaños en la mano”, pero me estoy defraudando a mí misma porque ni siquiera el título que leyeron es legítimo, sino que los engañé hasta este mismo instante para no deprimirlos con el título que debería haber sido: “Este Pesaj lo Pasé Horrible”.

 

Pero vayamos por partes: En general, Pesaj me gusta. Para una obsesiva de la limpieza como yo es la oportunidad perfecta para liberar sin culpa los demonios sin que nadie la considere la chiflada que friega paredes. Y cuando llega la fiesta una se siente tan liviana y tan limpia que acontece un verdadero renacimiento. Por supuesto que en mi historia hubo de todo: por ejemplo mi primer “Pesaj kasher” fue revelador y pude ver la partición del mar frente a mis propios ojos, pero otro año di a luz dos días antes de Leil HaSeder y me quedé dormida en Halel. No voy a seguir porque todos tienen su propia experiencia: en Pesaj Hashem nos saca de Egipto y para algunos la salida es dulce y para otros, bueno, para otros es como fue para mí este año.

 

Amarga como el jazeret. Y aquí tendría que detenerme, saludar y retirarme, pero ya me conocen: no me puedo contener, tengo que contárselo, así que voy a explayarme: cuando digo que Pesaj fue amargo como el jazeret, no me refiero al de la keará, sino al de las paperas (“paperas” en hebreo también se dice jazeret) que me dejaron tiritando, hinchada y asustada con treinta y nueve grados de fiebre mientras terminaba de cambiar la cocina sintiendo que me desmayaba antes de llegar a la frontera de Egipto.

 

No sé si alguna vez voy a descubrir por qué este año me tocó pasar la fiesta con una enfermedad infantil que me convirtió en un pez globo; no sé por qué me tocó arrastrarme hasta la mesa del Seder para obligar a mis mandíbulas a triturar la medida mínima de matzá. Podría elaborar superficialmente algunas teorías para que no me tilden de perezosa: quizá fue la mejor forma de liberarme de mi tendencia perfeccionista, porque de todas las maneras posibles, este Pesaj no fue perfecto. Quizá fue la liberación de una cuota de autosuficiencia, porque si algo sí tuve que aceptar, fue ayuda. O quizá fue una manera de liberar a mi familia de mi comida y darles la oportunidad de disfrutar de las delicias que me cocinaron mis amigas.

 

Pero a esta altura, a pesar de que no puedo entender la incoherencia de haber estado leudada en el momento menos propicio, y de que fue de una manera que yo no habría elegido, no puedo dejar de pensar que lo que pasó fue simplemente que HaShem me estaba sacando de Egipto.

 

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