Un momento de claridad

"Abu, ¿tú tienes cien años?”, me preguntó. “No”, le respondí. “¿Ciento cincuenta?”.

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Yehudit Channen

Posteado en 15.03.21

Hace poco vinieron de visita mi hijo con su familia. Mi nieta de cuatro años, Hadassa Shira, se sentó en mi regazo y me miró bien fijo. “Abu, ¿tú tienes cien años?”, me preguntó.

 

“No”, le respondí.

 

“¿Ciento cincuenta?”.

 

“No”, le respondí.

 

Entonces intervinieron mis otros nietos: “La abuela es demasiado vieja como para saber qué edad tiene”.

 

En honor a tal observación, quiero compartir con ustedes una historia que escribí cuando trabajaba en el Centro de Amnesia.

 

Helen viene todos los días, usando ropa de colores y largos collares de cuentas. Entra como si nada al Centro donde yo trabajo y me presenta nuevamente  a la señora extranjera que la cuida, que ella piensa que está alquilando una habitación en su departamento. “No pude decirle que no”, me dice Helen. “Ella es una antigua amiga de mi hija y no tenía adónde ir, pobrecita…”.   

 

Helen, que era maestra de escuela y obviamente había sido una mujer muy bella, sigue sabiendo expresarse bien a pesar de la demencia, si bien se repite mucho. Todo los días Helen me cuenta cómo hizo para estudiar en la universidad, y yo cada vez la escucho como si fuera la primera vez que escucho esta historia. “¡Qué increíble!”, le digo.

 

Pero recuerdo una conversación con Helen que fue más allá de las restricciones impuestas por el deterioro cognitivo.

 

Una tarde, estábamos sentadas en un banco esperando a su hija. Helen no lograba entender por qué su hija insistía en venir a buscarla cuando ella vivía solamente a unas pocas cuadras del Centro. “No entiendo por qué se preocupa tanto. Yo soy perfectamente capaz de ir sola a casa. ¡He vivido en este mismo barrio durante treinta años, por amor a Dios!”. Yo ni me molesto recordándole que hace dos meses que se mudó a Israel. Cuando uno trabaja donde trabajo yo, aprende a dejar de corregir a la gente. Eso los hace callarse del todo.

 

A Helen le encantan las conversaciones filosóficas. Ella da excelentes consejos sobre cómo ser una buena vecina (siempre devuelve lo que pediste prestado y nunca coquetees con el marido de tu vecina!). Y para calmarla cuando se enoja, le pregunto cómo es envejecer. La gente con demencia es gente sin inhibiciones: puedes preguntarles prácticamente cualquier cosa.

 

“Los ancianos muchas veces se sienten no deseados”, me explica. “Es porque les recordamos a la gente que todos envejecen y todos mueren al final. Nadie vive por siempre. El cuerpo y la mente se vienen abajo y la gente no quiere enfrentarlo. Yo tampoco quiero enfrentarlo y ya tengo 85 años! Como mucho, tengo diez años más para vivir. Pero si todo el tiempo voy a pensar en la muerte, entonces eso me quita toda la alegría de vivir. Y siempre hay alegrías, cada día, por más viejo que uno se ponga. ¡Gracias a Dios!”.

 

Yo oigo la voz de Helen la maestra en su momento de claridad y oigo la voz de la verdad. Esta vez me quedo atónita. Nos quedamos sentadas en silencio hasta que llega su hija en un Fiat lleno de polvo y toca la bocina suavemente. Yo ayudo a Helen a ponerse de pie y le doy su monedero rojo que siempre está vacío. De a poco nos vamos acercando al coche.

 

“¿Hoy se portó bien?”, me pregunta su hija. Antes de que yo pueda responder, Helen se ríe.

 

“¿Qué te parece? ¡Mi hijita se ha convertido en mi madre!”.

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