Conciencia plena

Yo crecí en una generación en la que muchos de los padres eran sobrevivientes del Holocausto

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Yehudit Channen

Posteado en 15.03.21

Yo crecí en una generación en la que muchos de los padres eran sobrevivientes del Holocausto, la Gran Depresión o enfermedades graves tales como la poliomielitis y la tuberculosis. Muchos padres de mi generación eran inmigrantes que se esforzaron por aprender un nuevo idioma y una nueva cultura. Y a pesar de sufrir grandes pérdidas tanto financieras como emocionales, lograron reconstruir. Eran sobrevivientes y héroes pero muchas veces, debido a su constante lucha, no tenían la capacidad de relajarse, de dejar ir la ansiedad y disfrutar de la vida. El trabajo implicaba seguridad y el dinero implicaba estar a salvo.

 

En cierto sentido, este continuo énfasis en el trabajo fue algo muy positivo. Se esperaba de nosotros que hiciéramos nuestras tareas en la casa, que fuéramos a pie a la escuela, que tuviéramos trabajos de media jornada. Mis hermanos y yo jamás fuimos a un campamento de verano; se suponía que debíamos entretenernos solos, pero sí nos íbamos de vacaciones dos semanas cada año a Ocean City. Pero incluso estando allí mi padre no lograba relajarse. Rara vez iba a nadar y no le gustaba la playa. Le costaba simplemente “ser”. Era una persona muy inquieta.

 

Pero lo que más le costaba era ver a sus hijos “sin hacer nada”, leyendo historietas sentados en el balcón. Mis hermanos y yo aprendimos a no estar en casa los fines de semana, para que no nos mandara a limpiar el jardín, cortar el césped o peor aún, limpiar las persianas.

 

Mi vecina construyó una casa en el árbol donde íbamos a recostarnos boca arriba y mirar las hojas sacudirse con la brisa. Recuerdo estar mirando por entre las ramas del árbol las nubes y sentir tranquilidad, serenidad, escuchando piar a los pajaritos. Esos fueron momentos en los que yo era un ser humano, no un acto humano.

 

 

Haberse criado en un mundo así fue tal vez el motivo por el cual tantos jóvenes que se hicieron adultos en los años setenta se volcaron a la meditación. Era interesante no hacer absolutamente nada. Además era un desafío. No es fácil estar en paz con uno mismo.

 

Pero la gente estaba buscando algo más allá de la rutina diaria, o por lo menos la razón de esa rutina. Querían experimentar algo trascendental, sentir una conexión con una conciencia alternativa. Ser parte de algo más grande que la vida misma.

 

Gracias a los variados programas de baalei teshuva, muchos judíos se hicieron observantes y muchos se trasladaron a Eretz Israel donde criaron a sus hijos en el camino de Hashem. ¡Esto es algo maravilloso!

 

Y a pesar de todo, podemos ser muy religiosos, estar todo el día estudiando Torá y haciendo mitzvot, pero seguir viviendo como robots sin chequear qué está pasando con nosotros mismos. Podemos volvernos tal como la sociedad que hemos rechazado, viviendo sin conciencia mientras el tiempo pasa. Podemos estar continuamente distraídos o preocupados, esperando siempre la próxima cosa que vamos a hacer o bien pensando en el pasado.

 

Es muy importante, por lo tanto, hacer un alto de vez en cuando y sentarnos a centrarnos. Cerrar los ojos y escuchar el sonido dentro de ti, las voces de la otra habitación, el ruido del refrigerador o el avión que pasó volando.

 

Ponte en sintonía con tu cuerpo, tanto si está tenso como si está cómodo, tanto si tienes sed como si te aprietan los zapatos. Presta atención a tus pensamientos y deja que fluyan a través de ti, sin ninguna clase de juicio. Dejar que vengan y vayan igual que tu respiración. Inhala y exhala y siente la gratitud a Hashem. Alégrate del solo hecho de estar con vida y sabiendo que todo es tal como debe ser y que Dios está ahí al lado tuyo. Está en paz con el conocimiento de que  no tienes que esforzarte tanto. No tienes que solucionar cada problema ni inquietarte por el pasado o por el futuro. Hashem es el que dirige la obra. Siempre lo hizo y siempre lo hará. Pero si nunca vives el momento, puedes llegar a perderte tu propia vida.

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