Mathausen

Lo que me mató fueron los baños. Pero todavía no había visto las cámaras de gas...

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Yehudit Channen

Posteado en 15.03.21

Lo que me mató fueron los baños. Pero todavía no había visto las cámaras de gas. Recién estábamos empezando la visita a Mathausen y yo ya estaba shockeada a pesar de toda la preparación mental que había hecho.

 

El baño era apenas una habitación de madera parecida a una cabaña en Catskills. Tenía agujeros en el suelo, que eran los inodoros. No había ninguna clase de división entre uno y otro, por lo que cada persona tenía que hacer sus necesidades en presencia de todos los demás, y hacerlas rápido, no importa en qué estado de salud se encontrara. Además les daban muy poco tiempo para usar “el toilet”.

 

En la habitación siguiente había grandes piletas de cementos donde se lavaban a la mañana. Los internos tenían que pelearse los unos con los otros para conseguir unas cuantas gotas con las que limpiarse. En la pared había una carta cubierta con vidrio. Esa carta había sido escrita por una joven mujer que había renunciado a conseguir un lugar en la pileta. “Ya no me importa”, escribió. “Era demasiado difícil llegar al agua y al rato ya ni siquiera sabía para qué me quería lavar. ¿Para qué necesitaba estar limpia?”.

 

Tuve el mérito de visitar el Centro de Concentración de Mathausen con el Centro Simon Wiesenthal. Esa misma mañana se inauguró una placa en memoria de Simon Wiesenthal, que había sobrevivido este terrible campo de concentración, en el que el sadismo de los guardias era considerado un mérito. Si el guardia era especialmente cruel, se ganaba una visita al prostíbulo del campamento, que consistía de un grupo de mujeres internas que recibían un poquito más de comida y que no se habían tenido que afeitar la cabeza.

 

Los contrastes… después de unas cuantas horas en Mathausen nuestro grupo se subió al autobús y volvió al crucero. En nuestro autobús, que estaba limpio y calentito, fuimos por la misma colina que miles y miles de judíos habían tenido que transitar llevando niños pequeños y unas pocas pertenencias personales, ante la vista de los campesinos, que sabían exactamente adónde los estaban llevando. Los residentes del lugar muy pronto se acostumbraron a ver grupos enormes de personas famélicas que iban camino a su muerte y al olor de cadáveres quemándose, que pasó a formar parte de la atmósfera.

 

El área que rodeaba las gruesas paredes de Mathausen era bellísima.

 

Volvimos al barco que nos esperaba en el Danubio, el río más bello que existe, y que sirvió de arma para asesinar a miles de judíos inocentes, que habían sido atados y arrojados al agua.

 

Al atravesar las puertas fuimos recibidos muy cordialmente por el equipo, que nos condujo al lujoso hall, donde había café y galletitas para aguantar hasta la hora de la cena. El bar estaba abierto y fui a tomar una bebida. Sentada en el sillón bebiendo mi piña colada, pensé: “Los judíos son las únicas personas en el mundo que pagan miles de dólares para ir a lugares que los hacen llorar”.

 

¿Cómo era posible que estemos sentados en este río, libres, ricos, y que nos traten como a príncipes cuando hace solamente setenta años nos trataban como a perros, nos torturaban y nos asesinaban de la forma más cruel?

 

Sólo Hashem puede crear estas circunstancias tan dramáticas, tan abrumadoras, tan indescriptibles.

 

Si aceptar lo inexplicable del Holocausto no es emuná, entonces no sé lo que es.

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