Un divorcio horrible

La desgarradora realidad de la vida moderna, que está divorciada de la dimensión espiritual que una vez fue una realidad para el pueblo judío, es suficiente para hacer brotar nuevas lágrimas.

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Rabino Shalom Arush

Posteado en 18.12.23

La destrucción del Beit Hamikdash no fue simplemente una cuestión de quemar palos y piedras sino que fue la aniquilación del hogar de nuestra infancia, de ese lugar al que podíamos ir para prosperar con comodidad y seguridad.  Desaparecido el sueño, nuestro hogar estaba hecho cenizas, y lo único que podíamos encontrar en su lugar fue angustia, horror, incomodidad y una distancia de Dios que nos desgarraba las entrañas.

Avanzamos unos miles de años hasta nuestros días.  Como amantes desilusionados, deambulamos.  Enormes costras cubren las profundas cicatrices de nuestras almas.  Sufrimos mucho porque hemos nacido sin haber visto nunca la verdadera alegría o felicidad que existía en los días del Templo.  En lugar de eso, sólo hemos visto las cenizas oscurecidas del divorcio, y nunca el consuelo de un hogar feliz.

Anhelo de reunificación

Nuestra crisis de identidad ya no es más un enigma; siendo judíos, nuestras almas anhelan desesperadamente reunirse con nuestro Creador tal como lo hacían cuando existía el Templo.  Estamos tan desilusionados por un mundo sin el Beit Hamikdash que la verdad y la ficción, lo físico y lo íntimo, lo sagrado y lo profano se desdibujan ante nosotros.  A lo largo de nuestro largo exilio, nos hemos alejado tanto de nuestras raíces que nos preguntamos si alguna vez existieron.

Pero hay esperanza.  La Torá dice: “(Acatarán las leyes de Dios)… Para que la tierra no los vomite por haberla profanado, como vomitó a la nación que les   precedió” (Vaikrá 18:28).

El Rabino Eliahu Kitov escribe en El Libro de Nuestra Herencia: “Dios asegura a Israel que aunque profanen la tierra, ésta no los vomitará.  Aunque los cananeos fueron expulsados, Israel sólo fue exiliado temporalmente.  Volverá a ella y la poseerá como herencia eterna.  Su regreso depende de su arrepentimiento y de la misericordia Divina”.     

¡No debemos cometer el error de pensar que el estado moderno de Israel es la herencia eterna a la que se refiere la Torá!  ¡Aún no nos han traído a casa!  Las naciones extranjeras nos amenazan desde el exterior, y conceptos extraños nos amenazan desde dentro de nuestra propia casa.  La realidad tangible de la presencia de Dios aún no ha regresado, y una estructura con techo de oro nos recuerda que un pueblo extranjero aún posee el mismo lugar sobre el que estuvo nuestro hogar, y que volverá a construirse.

La desgarradora realidad de la vida moderna, que está divorciada de la dimensión espiritual que una vez fue una realidad para el pueblo judío, es suficiente para hacer brotar nuevas lágrimas.  En el fondo, todos somos niños que anhelamos volver al hogar seguro y cálido en el que crecimos.  Anhelamos volver al lugar donde la vida era sencilla, cuando estábamos contentos y cuando el peligro se detenía en la puerta de nuestra casa.  Lloramos por lo que una vez fue, y nuestras lágrimas no son en vano.

¡Sigue vivo!

Cuando Yaakov lloró por la pérdida de su hijo, Yosef (José), la Torá dice que no lograba consolarse.  Rashi explica que cuando una persona muere, al final el tiempo cura las heridas. Sin embargo, Yaakov estuvo de luto durante veintidós años.  Estaba inconsolable porque Yosef seguía vivo, aunque Yaakov no lo sabía.  Aunque el tiempo puede consolarnos por aquellos a quienes hemos perdido, no podemos consolarnos cuando nuestro ser querido sigue vivo, pero irremediablemente alejado de nosotros.

Mientras la comunidad judía intenta comprender lo que significa ser judío, el 10 de Tevet se hace evidente de dónde procede esta crisis de identidad.  Todos somos subconscientemente “niños internos heridos” que anhelan reunirse con nuestro Padre en el Cielo. Ayunamos y lloramos porque reconocemos que un mundo pacífico y completo no es una quimera ni una fantasía infantil, sino una realidad que aún no se ha hecho realidad.

Rabi Najman de Breslev nos enseña que el ayuno ilumina el favor de Dios (Likutey Etzot, p.308).  Por lo tanto, en este día, nos arrepentimos, ayunamos y rezamos para que nuestro Dios vuelva a mirar con bondad a Sus hijos.  Esperamos que nos traiga pronto a casa desde todos los rincones de la Tierra, para que podamos morar con Él en Su casa, el Tercer Templo, para siempre.

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